martes, 8 de noviembre de 2011

Gente que habla de la gente

                     Está claro que vivimos en una sociedad de consumo, de una compra<->venta de productos, de una falsedad verdadera. Está bien fijarte en unos zapatos, en un corte de pelo, incluso en un perfume, por quedarte con la fragancia de alguien, -sentirte única sin serlo-. Sin embargo, el problema aparece cuando tendemos a comerciar con los sentimientos, a no dar una cantidad demasiada, quizá por miedo al rechazo, o por miedo a la exuberancia. No queremos ni mucho ni poco, pero queremos que nos quieran. Queremos sentirnos deseados de vez en cuando, como un producto, como si nos vieran detras de un escaparate construído sobre fuertes pilares de prejuicios sociales. No me puedes tocar, no quiero que me toques, pero admírame. Desea tocarme. Y sobre todo, haz que me de cuenta, pero sutilmente, no te pases. La duda, la incertidumbre de un acercamiento más o menos fortuito, es lo que nos mueve. Que se levante y salga de la sala al que no se le ha alegrado un poco el cuerpo cuando le miran por la calle, pero con curiosidad, con atracción. La seguridad, el poder, la atracción en sí misma, nos dan energía, motivación, y sobre todo, morbo.

                     Del latín morbus 1. enfermedad, 2. interés malsano por personas o cosas, 3. atracción hacia acontecimientos desagradables. Malsano sí, desde luego, ¡y tanto! De hecho eso lo hace interesante: es prohibido, está mal, no deberías estar mirando, no deberías pensar lo que estás pensado. No deberías si quiera plantearte acercarte. Pero quieres hacerlo. Aunque luego toda esa morralla sólo ocupará un rato de tu mente al final del día. Esa insatisfacción, ingrediente a su vez del morbo, eso que deseas y no has podido llevar a término.
                     Tengo una duda latente. Vivimos en un mundo impersonal, frío, en ocasiones incluso desagradable, en cuanto a interacciones sociales. La gente se asusta o hasta te mira mal si le rozas en el autobús o en el metro. Se sientan individualmente, evitan sentarse cerca de alguien. Se evita el contacto físico y cada vez más el espiritual. La duda es que si toda esa frialdad contribuye a que la intensidad de los encuentros fortuitos -y sí llevados a término, o casi- aumente, y que en realidad sólo sea un bien colateral del que algunos, como yo, se quejan. Indudablemente, nos cansaríamos si todo el mundo estuviera tocándonos continuamente, pero ni un extremo ni otro son buenos, ¿o sí? El caso es no viciarse, como diría aquel filósofo,  ¿no?



No hay comentarios: