Creo que nunca he estado más perdida. He sentido sensaciones
parecidas, sí, de encarcelamiento, de querer huir y no ser capaz, de sentirme
en un bucle. Sí, sensaciones parecidas. Pero esto se acerca a lo más doloroso
de la vida, a eso que es inevitable, que vemos que se acerca y que nos obliga a
vivir en el doloroso presente en pos de evitar el aún más doloroso futuro.
Tengo también –por si fuera poco-, la sensación de que nunca
más podré disfrutar de los momentos presentes, del instante, de que nunca sentiré
felicidad completa, no sin pensar en el trasfondo en las cosas malas que han
pasado, pasan y pasarán. No sin pensar en el “pero” de todo lo que sienta. Eso
de “cualquier tiempo pasado fue mejor” nunca fue tan cierto, y nunca lo será
tanto, porque creo que hasta haber pasado un tiempo, no valoraré mi presente.
Tengo un nudo en la garganta, de no poder llorar, de no
sufrir algo completo y definido, de simplemente moverme en lo diáfano de lo
indefinible. Tengo miedo de la vida, de que me dé cosas que querré olvidar y
que no podré borrar. Porque ya he tenido bastante. Me niego a admitir que la
vida es así y que vivir se compone de mantener el equilibrio en una fina cuerda
de felicidad que a ratos te da estabilidad sobre las espinas de cada recuerdo
innombrable.
No tengo miedo, tengo pánico, de que todo eso que no quiero
admitir sea verdad. De que cada vez el porcentaje de buenos momentos se reduzca
a la nada por culpa de la invasión mental que provocan los malos recuerdos. Tengo pánico
de no poder controlarlo o de que simplemente sea así y yo sea incapaz de ver
nada bueno en ello. ¿Cómo vive el resto del mundo? ¿Cómo vive alguien de treinta, cuarenta, o cincuenta años con todo ese pasado? ¿Cómo, si a mí me pesan tantísimo los
últimos tres años?
Me falta el aire, el sustento
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